Respiró profundamente, varias veces, como buscando esa bocanada de aire que le devolviera la ilusión perdida, como si anhelase el oxígeno salvaje de un tiempo olvidado o como si en la mecánica del resuello encontrase la caricia de un aliento prohibido para sus pulmones.
¿Quién le cantará cuando el silencio de un suspiro entrecortado resuene en la profunda soledad de su colchón?
Miró a ambos lados de la cama aguardando que, al otro lado, a cualquiera de los lados, pudiese vislumbrar la sombra del hombre que fue.
Era tarde en el reloj de las prisas, las saetas de la espera marcaban dos lágrimas y media en el cuarto menguante de una luna de enero y, más allá de la última sombra, haciendo esquina con la habitación de la huida, repicaba el eco incombustible de la rendición.
Él nunca fue hombre de muchas palabras, su silencio siempre gritó la mentira de la vida, de una existencia marcada por el éxito más ingrato que jamás pudo suponer.
Y es que la fama cuesta, como decía una añeja serie de televisión, y él nunca había dejado de pagar esa deuda con el valor añadido de un eterno interés de demora; sí, la dilación, era parte indivisible de su adn.
Mañana era el complemento directo que siempre sustantivó el predicado de su carácter, el adverbio de un tiempo imperfecto que permanece inalterable en las palmas de sus manos. Hoy, siempre era tarde y nunca un segundo fue tan eterno como el de la noche en la que la maleta de la tristeza hizo nido en los aledaños de su mirada.
Respiró profundamente sí, tratando de encontrar un postrero átomo con el que fotosintetizar el anhídrido de la desilusión, quizá, imaginando el sabor de aquel beso desteñido que le negó la suerte.
En el fondo no le importaba lo más mínimo quien pudiera cantarle ahora que su voz era tan solo un rumor de olas en la resaca de su edad.
Ni tan siquiera el reflejo de su cuerpo en los cristales de una empañada ventana de atrezo le resultaba reconocible, no recordaba quien era en verdad, nunca supo nadar a favor de corriente y terminó ahogado en la orilla de la rutina.
Hay en su memoria una oquedad de certezas y una urdimbre de inseguridades; ignora el sabor de su lengua y apenas es capaz de percibir el aroma de su fracaso.
La fama que una vez buscó ha terminado por encontrarle, justo en el mismo instante en el que su mente ha jubilado la memoria.
Cae el telón.
La función ha terminado.
No hay aplausos entre bambalinas.
"Relatos sin dueño"
Fran Picón
Publicado en Arrebol Agencia Literaria
https://www.arrebolagencialiteraria.es
Me gusta tu estilo románticamente masculino
ResponderEliminar¡Gracias, Recomenzar! Un fuerte abrazo.
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